domingo, 27 de abril de 2008

Otro como yo

«Tui lucent oculi sicut solis radii, sicut splendor fulguris lucem donat tenebris.» Carmina Burana

Llegué a casa muy tarde. Al entrar encontré en el suelo del vestíbulo una pequeña carta. Enseguida pensé acerca de quién sería el que podría ser tan clásico para utilizar el correo tradicional. Al instante supuse que era de ella. Levanté la pieza de papel que tenía dos sellos postales procedentes de Francia. Tenía que ser ella.

Apresurado me deshice de mis objetos personales y cerré rápidamente la puerta. Más que una incertidumbre de conocer lo que contenía este sobre, lo que sentía era miedo y un vacío indescriptible que no me dejaba llegar a mi estudio; tal sentimiento producía en mí, que mis manos no querían abrir el sobre, como si predijeran que no era bueno lo que iba a leer.

Estos acontecimientos me hicieron rememorar los ocurridos en una tarde de julio; sucedieron como es usual en mi café predilecto. Siguiendo mi ritual semanal, pedí el clásico tinto con dos cubitos de azúcar mientras leía algún libro. Después de dos horas y cuatro tazas, volteé hacia la izquierda para así darle un descanso a mis ojos, con la gran sorpresa de encontrar en una de las mesas (el rústico mueble era el más solitario de todos, pero se ubicaba al lado de la ventana) a una dama. Sobre su mesa había una taza de café, un cenicero y una caja de cigarrillos de buena marca. Era diferente el encontrar en este cafetín, otro objeto de investigación diferente a los usuales hombres cantores de tangos y llenos de problemas sentimentales. Pero ¿porque una mujer así se introduciría a este lugar? Era una cara triste y su mirada reflejaba la ausencia de algo. Con ojos fijos en dirección a la calle, encendió un cigarro y de su pequeña cartera sacó su aparato telefónico dejándolo sobre la mesa.

Sus manos, su cara, su cuerpo, todo me hacia pensar que su pesadumbre era por alguna razón sentimental, tal vez llevándome por el entorno, presumí que debía ser un amor perdido. Mi atención fue arrebata por la mujer, ya mi libro no interesaba, otro día podía seguir con Moliere. Mi descontrolado interés por conocer historias me hizo reaccionar ante tal situación; necesitaba conocer tal historia. Llamé a la camarera, le pedí un dulce rico en PEA, comúnmente llamado chocolate. La camarera, doña Clarita como se llama, accedió a mi petición, y llevó el preciado dulce a su mesa. La mujer sorprendida preguntó quien había osado romper su soledad, doña Clarita enseguida me señaló. La chica me sonrió, me invito a su mesa y accedí a cambiarme, pero en mis planes no estaba hacer amigos o coquetear con ella; solo quería una historia.

Era una joven morena de ojos profundos color verde grisáceo, muy descomplicada en su vestir. Nunca la vi en sus pies, así que no podría dar una estatura precisa, lo único que podría presumir es que era mas baja que yo. Su tez clara era inspiradora, provocaba detener el tiempo para apreciarla mejor. Sus manos muy normales para una mujer joven de buen nivel social eran dos objetos libres y además inquietas, no podía dejar de mover con sus manos la caja de cigarrillos cuando no estaba fumándose alguno. Pero lo mas atrayente eran esos ojos, con los que te hipnotizaba y no podías moverte hacia ninguna parte, sintiendo que lo que has buscado en todo el mundo esta representado en estos dos ojos.

Su nombre era Melisa Valverde; lo recuerdo mucho porque alguna vez ese nombre significo algo para mí.

- ¿Y tu nombre es? Pregunto ella.

- Es lo que menos importa.

- ¿Porque el chocolate?

- Me pareció que lo necesitabas, es solo un gesto de mi parte.

- ¿Acaso me estas coqueteando?

- Mucho quisiera pero no te conozco. No podría involucrarme con alguien que no conozco y que encontré en un cafetín al que yo acudo con frecuencia.

- ¿Porque no? ¿Te da miedo encontrarte contigo mismo?

- Tal vez, aunque sería excelente encontrar a un ser racional por estos días.

En el transcurso de la conversación, pensaba si mi objetivo tendría éxito ¿a esta joven se le podrá sacar alguna pizca de jugo mental? Con el tiempo, me di cuenta que sí… Con mi previo chasco en el centro y la mujer moribunda, fui más dócil en mi búsqueda de una historia.

- Pero bueno, para contestar más concretamente a tú pregunta del chocolate; la verdad te vi un poco cabizbaja. Me dije a mi mismo, esta chica necesita a alguien, y aquí estoy haciéndote la conversación.

- ¿En serio? ¿Tanto se me nota?

- No todo el mundo se sienta a ver por una ventana y fumarse un paquete de cigarrillos solo. A menos que seas como yo.

- Entonces soy como tú. La verdad, no le he encontrado sentido a nada. Me encuentro sola en un cafetín, sin un libro en el cual escaparme a otro mundo. Un tipo raro que no conozco y sin nombre llega a mi mesa, ofreciéndome ayuda a un problema que no existe. Los supuestos amigos son una partida de desleales. La sociedad me fastidia, no soporto la gente y su falta de valores y sus comportamientos de bestias. Todo es una competencia por tener y tener, entre mas se tenga mas estatus adquieres; mugroso mundo… ¿Sabes? Me encantan las cartas, escribir cartas es maravilloso y romántico, no se porque la gente no sigue con esas tradiciones, ahora solo escriben un simple e-mail desproporcionado de todo factor de humanidad; un e-mail nunca remplazara una carta aromatizada con el encantador aroma de tu amada.

Por fin alguien que comparta ese mismo concepto. Fui por una historia, pero encontré a una mujer llena de sorpresas, ya que no esperaba esta reacción de su parte. Siendo las cinco de la tarde y tras haber pasado toda la tarde con tan apreciable ser, tuve que ir a mi lugar de trabajo. Le dejé mi dirección y numero telefónico, pero hasta hoy no volvió a manifestarse. Todo esto hace unos ocho o nueve meses que la conocí.

Al ponerme mis lentes, leí el remitente de la carta, si era ella: Melisa Valverde. Me daba curiosidad saber cómo había llegado a Francia y por qué había decidido escribirme desde allá ¿Por qué después de tanto tiempo? Decidí que era mejor preservar el buen recuerdo de una chica que me cautivó con esos ojos de color verde grisáceo, y no enterarme de más. Hoy hace unos meses esa carta esta encima de mi escritorio, no la he destruido porque se que algún día voy a querer saber que paso con el otro como yo.

sábado, 19 de abril de 2008

Muerte en el centro

Acercándome a cierto lugar céntrico de la ciudad al que debo ir constantemente, encontré cierta calle que llamo mi atención; si bien siempre he pasado por allí nunca había abstraído la exquisita variedad de detalles. La famosa calle es conocida por sus altos índices de delincuencia, raponeo y asaltos; este cuchitril olvidado por el sol es propicio para que toda la escoria de la sociedad encuentre un espacio para si mismo y para los suyos.

Aunque para el común denominador estas callejuelas deben ser temidas y olvidadas, para mi es la perfecta ocasión de poderme encontrar y compartir con estas formas de vida (consumidas por los vicios) que alguna vez se hicieron llamar hombres o mujeres. No hay mejor charla que la que te ofrece un desdichado. Un ser en su mínima concepción de humanidad, es mas persona que cualquier alma cristiana que podamos ver en la noventa y tres.

Divagando (como siempre), paso a paso por esta calle dilucide con curiosidad una casa llena de hollín, (como todas en este sector pero esta era especial) sin embargo mi atención se enfocaba en lo que acontecía a su alrededor; un observador de hombres se hubiera deleitado admirando y escudriñando esta situación mucho más que yo. Estas situaciones en las que el hombre se deshace de toda identidad social, son esplendidas para poder investigar al hombre como otro ser animal; en mi caso encuentro llamativos estos residuos de sociedad, a diferencia de mis triviales compañeros de humanidad. Siendo así establecí mi persona en las proximidades de tal casa (la situación me cautivo, la curiosidad de apreciar esta parsimoniosa situación era inevitable para un como yo).

Desde lejos apreciaba a la moribunda mujer, postrada a los pies de la puerta. No era necesario ser médico para determinar que estaba en sus últimas horas, con solo verle era imposible no reconocer que su desgraciada vida estaba por llegar a su fin. Algo que he tenido en mi mente es la sensación que «la muerte es el final de una historia jamás contada». Odio la ignorancia que genera en mí la impotencia de ingerir en mi mente este paquete de historias ocultas que la mujer podría llegar a contar, es algo que me carcome. Con la ausencia de otras personas en la calle y sin nadie a su alrededor, me atreví a acercarme mas y mas, hasta el punto en que llegue a tocarle y a hablar con ella (entre en su espacio personal haciendo caso omiso a lo que mis sentidos me advertían).

- Me duele, me duele mucho.

Fue lo primero que le oí gemir. Almenos no estaba fingiendo como mucho que vemos en las calles.

- Cuéntame, ¿como ocurrió?

Se rodó hacia mí y mostrándome una «rajadura» en su abdomen llena de tierra y sangre, y me sonrió. Tal herida era digna de ser sanada, ya que representaba toda una hazaña poder suturar tal «chamba». Pero esto no era lo que buscaba en este pedazo de mujer, ni una sonrisa, ni sanar tal cosa, sino una historia. Volví y le pregunte con insistencia y afán por saber

- ¿Como ocurrió? ¿Quien te hizo tal herida?

Extrañada por mi insistencia se alteró, volvió a tapar su abdomen y siguió gimiendo. Mi frió carácter no da para comenzar a rogar por una historia, me indigné y dejé que ese pedazo de carne se pudriera en su rincón de miseria.

Procedí a seguir mi camino original. Desgraciadamente la muerte es el final de un hombre pero en especial el final de sus hazañas y vivencia; acciones que nunca serán puestas en letras, y su abstracción será un vacío eterno ya que nadie podrá llegar a hacerla ni siquiera él mismo. Ese día, en que encontré la muerte en el centro, quise hacerle el favor de poder inmortalizar parte de su malgastada vida, pero por testaruda y sentimental (como la mayoría), se perdió de tal privilegio.

domingo, 13 de abril de 2008

Sinfonía de Sangre (1)

Cuando el sol lentamente va apareciendo en el cielo con su fuerte y deletérea luz yo me encuentro generalmente tendido en mi cama, despierto y meditando sobre asuntos que seguramente no tienen importancia alguna. Evoco aquel amanecer y mi mente nuevamente se sumerge en pensamientos sobre la pérdida de valores y principios morales, religiosos o no, que han venido experimentando lentamente quienes me rodean, de cómo los estiran y los adecuan a sus necesidades del momento juzgando a quienes hacen lo mismo en otras situaciones, no hay duda que la falta de introspección resulta irritante para mi. En aquella ocasión y sin tener una razón clara para ello, una canción comenzó a sonar en mi mente ocupando todo el campo de mi pensamiento, deteniendo la oleada de inútiles reflexiones. Sonaba una suite para harpsicordio, Oriundus Sepulchrum, una bella obra dedicada a La novia de Corinto, cuando tomé el impulso para posar mis pies sobre el piso alfombrado y caminar perezosamente hacia el cuarto de baño. Al entrar mi corazón fue tomando velocidad y fuerza y con cada latido la sangre llegaba rápida y eficazmente a mi cara, a mis manos y a mi cerebro. Cuando tuve tiempo para reaccionar pude percibir que mi corazón tenía un ritmo particular ya que cada golpeteo del ejecutor sobre el clavecín era interpretado por mi cuerpo como un golpe del corazón, posteriormente una extraña sensación de opresión y de dolor fue apareciendo en mi pecho y la fuerza de los latidos era tal que las pulsaciones alcanzaban mi cabeza y podía escucharlas como si mi órgano vital estuviera al lado de mis oídos; mis orejas se tornaron rojizas y lentamente de mi nariz fue brotando un manantial de sangre, que se fue deslizando sobre mis labios hasta alcanzar la comisura y bajó por las mejillas para llegar al sendero que marcaba la yugular, que palpitaba salvajemente. En esos momentos mi mente reproducía Nekromateria. Me detuve frente al espejo, y entonces contemplé con fascinación la música que componía mi cuerpo mientras en mi cara se formaba un esbozo de sonrisa.

sábado, 5 de abril de 2008

La llamada

Finalmente recibí la llamada. Tomé un libro, mis elementos de trabajo y salí de mi departamento, bajé por las escaleras los seis pisos que me separaban del garaje subterráneo, luego caminé hasta la puerta de mi automóvil y lo conduje a través de la carrera séptima para tomar la calle ochenta y cinco hacia el occidente, dos cuadras; en segunda viro a la derecha y dos cuadras más, derecho, una a la izquierda y llegué. Me recibieron con gran expectativa, como si fuera una especie de quijote, luego me guiaron a la pieza donde se encontraba el que realmente me interesaba. Al llegar golpearon la madera y de allí salió un enviado de un algún dios inexistente, me causó mucha gracia que practicaran este tipo de cosas al mismo tiempo que me llamaban para que acabara con su sufrimiento. Atravesé el pórtico y escuché entonces un suspiro de alivio proveniente del cuidador al mismo tiempo que a través de mis narinas, atravesando mis vibrisas, llegaba a mis neuronas el nauseabundo hedor que provenía de las fauces de quien se encontraba en la cama; ese olor característico que se formaba por la mezcla de la saliva seca, de bacterias y de la muerte de algunos de sus tejidos; una visión memorable. Trataron de hacer que me sintiera cómodo, las luces eran plácidamente tenues y me brindaron un vaso de güisqui “on the rocks” que yo amablemente rechacé, si acaso pensaron que yo necesito algún tipo de ayuda externa para hacer lo que me corresponde, les quedó claro que prefiero hacerlo en completo dominio de mi ser.

Les pedí privacidad y lentamente fueron despidiéndose, entre sollozos, de quien había sido su protector, padre y amigo; cuando me encontré a solas con él lo miré y traté de buscar restos de vida en su cuerpo –en sus manos resecas que dejaban ver los polígonos que formaban sus células, en su boca que expulsaba ese material verdoso y filante, y en último lugar traté de encontrar vida en sus ojos fijos, hundidos, perdidos y degenerados formando la facies hippocratica que tanto hablaba acerca de la proximidad de su muerte – pero perdí mi tiempo, ni siquiera valía la pena hablar; encontrar un cuerpo ya sin vida pero aún con la misma no es divertido, mi trabajo en ese momento se limitaba a esperar. Tomé la jeringa, le introduje la pócima en la misma y la apliqué en el catéter que disponía para eso; y me senté en el sofá al frente de su cama a esperar, ya me había acostumbrado a su repugnante estado.

“The result was, that I remained half-naked, half-drowned, gasping, choaking, and delirious with rage, shame, and fear, when I was summoned to attend the Bishop, who, surrounded by the Superior and the community, awaited me in the church. This was the moment they had fixed on–I yielded myself to them. I said, stretching out my arms, 'Yes, drag me naked, mad–religion and nature alike violated in my abused figure–before your Bishop. If he speaks truth,–if he feels conscience,–woe be to you, hypocritical, tyrannical wretches. You have half-driven me mad!–half-murdered me, by the unnatural cruelties you have exercised on me!–and in this state you drag me before the Bishop! Be it so, I must follow you.' As I uttered these words, they bound my arms and legs with ropes, carried me down, and placed me at the door of the church, standing close to me. The Bishop was at the altar, the Superior near him; the community filled the choir. They flung me down like a heap of carrion, and retreated as if they fled from the pollution of my touch. This sight struck the Bishop: He said, in a loud voice, 'Rise, unhappy, and come forward.' I answered, in a voice whose tones appeared to thrill him, 'Bid them unbind me, and I will obey you.' The Bishop turned a cold and yet indignant look on the Superior, who immediately”

Después de mucho esperar un estado delirante se apoderó del anciano y la vida apareció de los más profundos rincones de su alma, donde seguramente se encontraba escondida y temblando de miedo ante la llegada de su hermana mayor; las palabras incoherentes que escupía llamaron la atención de los habitantes de esa casa quienes se acercaron lo más que pudieron a la habitación sin pensar que el piso de madera podría delatarlos, le aplique una nueva dosis sin prestar atención a los necios familiares. Pero ya no había mucho que hacer, las palabras dejaron de salir y entró en un estado de estupor en el que el estridor era lo único que se podía apreciar. Otra dosis, y de nuevo una inmediata tranquilidad se apoderó del ambiente hasta que lentamente su cuerpo se unió a su mente (que se había extinto hacía mucho tiempo). A pesar de ser un actor de reparto, alguien pasivo, en esos momentos es cuando me siento cercano a ser una divinidad, alcanzo niveles de placer que ninguna estimulación física podría propinarme jamás; y soy yo el dios que los acompaña y los guía a la Duat, soy Anubis, Imeuf, Inpu; en esos momentos soy el señor de esta tierra, esta Necrópolis.

Sus familiares insistieron en pagarme, por brindarle la muerte más placentera posible; mas yo rechazo nuevamente a sus cosanguíneos pues estoy seguro que yo disfrute mucho más de su muerte que él mismo, su cerebro fundido no se lo permitía ya. Debo admitirlo me divierte observar la decadencia del ser humano, verlo reducido a lo que realmente es, verlo reducido a su esencia única, animal y primitiva. Me despedí afectuosamente contrastando con el ambiente lúgubre que se fue apoderando de la sala de estar de esa casa. Fue como si de pronto la luz amarilla se tornara más pálida, y la noche se hiciera más oscura.

Tomé mi auto, bajé por la calle hasta la carrera 15, los policías buscaban algún ebrio descuidado (me pregunto si no lo serán todos) mientras yo, satisfecho, pude llegar a mi templo. Una noche más de tranquilidad y relajación, eso es lo que todo hombre necesita antes de dormir. Acercarse lo más posible a la muerte, para no temer al hecho de algún día no despertarse jamás y desvanecerse para siempre.