sábado, 19 de abril de 2008

Muerte en el centro

Acercándome a cierto lugar céntrico de la ciudad al que debo ir constantemente, encontré cierta calle que llamo mi atención; si bien siempre he pasado por allí nunca había abstraído la exquisita variedad de detalles. La famosa calle es conocida por sus altos índices de delincuencia, raponeo y asaltos; este cuchitril olvidado por el sol es propicio para que toda la escoria de la sociedad encuentre un espacio para si mismo y para los suyos.

Aunque para el común denominador estas callejuelas deben ser temidas y olvidadas, para mi es la perfecta ocasión de poderme encontrar y compartir con estas formas de vida (consumidas por los vicios) que alguna vez se hicieron llamar hombres o mujeres. No hay mejor charla que la que te ofrece un desdichado. Un ser en su mínima concepción de humanidad, es mas persona que cualquier alma cristiana que podamos ver en la noventa y tres.

Divagando (como siempre), paso a paso por esta calle dilucide con curiosidad una casa llena de hollín, (como todas en este sector pero esta era especial) sin embargo mi atención se enfocaba en lo que acontecía a su alrededor; un observador de hombres se hubiera deleitado admirando y escudriñando esta situación mucho más que yo. Estas situaciones en las que el hombre se deshace de toda identidad social, son esplendidas para poder investigar al hombre como otro ser animal; en mi caso encuentro llamativos estos residuos de sociedad, a diferencia de mis triviales compañeros de humanidad. Siendo así establecí mi persona en las proximidades de tal casa (la situación me cautivo, la curiosidad de apreciar esta parsimoniosa situación era inevitable para un como yo).

Desde lejos apreciaba a la moribunda mujer, postrada a los pies de la puerta. No era necesario ser médico para determinar que estaba en sus últimas horas, con solo verle era imposible no reconocer que su desgraciada vida estaba por llegar a su fin. Algo que he tenido en mi mente es la sensación que «la muerte es el final de una historia jamás contada». Odio la ignorancia que genera en mí la impotencia de ingerir en mi mente este paquete de historias ocultas que la mujer podría llegar a contar, es algo que me carcome. Con la ausencia de otras personas en la calle y sin nadie a su alrededor, me atreví a acercarme mas y mas, hasta el punto en que llegue a tocarle y a hablar con ella (entre en su espacio personal haciendo caso omiso a lo que mis sentidos me advertían).

- Me duele, me duele mucho.

Fue lo primero que le oí gemir. Almenos no estaba fingiendo como mucho que vemos en las calles.

- Cuéntame, ¿como ocurrió?

Se rodó hacia mí y mostrándome una «rajadura» en su abdomen llena de tierra y sangre, y me sonrió. Tal herida era digna de ser sanada, ya que representaba toda una hazaña poder suturar tal «chamba». Pero esto no era lo que buscaba en este pedazo de mujer, ni una sonrisa, ni sanar tal cosa, sino una historia. Volví y le pregunte con insistencia y afán por saber

- ¿Como ocurrió? ¿Quien te hizo tal herida?

Extrañada por mi insistencia se alteró, volvió a tapar su abdomen y siguió gimiendo. Mi frió carácter no da para comenzar a rogar por una historia, me indigné y dejé que ese pedazo de carne se pudriera en su rincón de miseria.

Procedí a seguir mi camino original. Desgraciadamente la muerte es el final de un hombre pero en especial el final de sus hazañas y vivencia; acciones que nunca serán puestas en letras, y su abstracción será un vacío eterno ya que nadie podrá llegar a hacerla ni siquiera él mismo. Ese día, en que encontré la muerte en el centro, quise hacerle el favor de poder inmortalizar parte de su malgastada vida, pero por testaruda y sentimental (como la mayoría), se perdió de tal privilegio.

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