domingo, 25 de enero de 2009

La caja roja

Además de las incoherencias que dominan mi comportamiento de las últimas semanas, mi memoria ha sido ese héroe que rescata al necesitado. Últimamente esta ha sido la única puerta abierta en un ciclo que aún trato de entender.

Así como consta dentro de mis narraciones, mi manía por recorrer a pie esta ciudad fue mi desahogo. Muy temprano en la mañana me levanté de mi fastidiosa cama, después de pasar la noche anterior en vela tomé el rumbo del ocioso, de un lado para otro, a donde me llevaran mis pies.

Aún con el frío de la madrugada y los primeros visos de luz solar, caminé hasta llegar a un parque muy cerca de mi casa. Encontré una banquita de madera típica de los parques de esta ciudad, me senté haciendo caso omiso de que la banca estaba mojada; en ese momento lo tomé como un incentivo para que mi cuerpo se deportara del letargo del frío matutino.

Pasados unos cuantos minutos divisé a un ser de repulsivo andar y a medida que se iba acercando a mi, el olor que expelía este sujeto era más que detestable. Sus ropas eran simples harapos que a duras penas le cubrían el cuerpo del ambiente externo. Era uno de esos llamados “desechables”; aunque nunca he entendido porque los llaman así, si fueran desechables querría decir que algún día fueron útiles para algo, y que ahora no son más que basura, entonces por qué no llamarlos simplemente basura o ¿Podrían ser llamados así porque su utilidad en la sociedad actual es la de mostrarnos la alteridad de la vida? La existencia del otro me da la identidad de mi mismo, que nuestras vidas son mejor de lo que pensamos con respecto a estos seres diambulantes en toda ciudad occidental; o tal vez mostrarnos que las malas decisiones en este lado del mundo capitalista nos llevan a la indigencia, y que por consiguiente tenemos que mantener nuestros estatus de vida para no caer en ese estado. Cual fuere el caso, siempre gozo hablar con el bagazo de la sociedad y esta no fue la excepción.

Era un hombre joven de entre veinte a veinticinco años, pero la mugre y la peste que llevaba encima lo hacían ver mínimo de cuarenta. Al momento en que se acerco a mi, observé que en la esquina del parque había una clásica mujer vendetintos y toda clase de bebidas calientes para los trabajadores nocturnos que siempre llegan a ella en busca de calor en sus cuerpos. Esa fue mi excusa para invitarlo a departir conmigo un rato, lo invite a tomarse el tradicional “tintico” de la mañana; enseguida acepto y en la banquita procedí con mi interrogatorio.

- Hombre, y ¿cual es su nombre? –Pregunté
- Patrón, yo soy Dago y yo soy cualquier otro que vive en la calle, y como muchos en la espera de algo. Algunos esperan a ser rescatados, otros esperan volver a ver sus familiares, otros perdidos en las drogas esperan la muerte para salir de este hueco en el que nos hemos metido, y así…
- Y usted ¿que esta esperando Dago?
- Patrón le voy a mostrar algo, ya me cayó “todo bien”.


Enseguida, buscó dentro de su harapo que hacía de camisa y sacó una pequeña cajita roja. Una de esas cajitas que contienen dulces dentro de ella, pero que sería mas regular verla en posesión de una adolescente que en posesión de un ente como este que tenía al costado.

- Mire, esto es lo que estoy esperando –dijo con cara de satisfacción- he esperado por un largo tiempo a comerme el último dulce de esta cajita. No sé que pasará cuando lo haga, pero eso es lo que espero.
- Bonita caja –dije con cierto aire de hipocresía- ¿de quién es? ¿de dónde la sacó?
- La encontré hace un tiempo –hizo una cara de no saber ni en que día, mes o año era- en esta banca en la que estamos ahora, por eso venía yo hacia acá. Patrón, usted creyó que yo le iba a hacer algo en medio de este frió, ¿no es cierto?
- No, la verdad no, -era verdad, yo lo que quería era una historia- solo me dije a mi mismo que usted debía tener frió y me decidí a ofrecerle un café.
- Si ve, usted es “todo bien”.
- Entonces, ¿encontró la cajita aquí en medio de un parque y llena de dulces? Cuénteme eso, que no lo acabo de entender.
- Sí, así como le digo Patrón. Yo estaba pidiendo plata a las parejas que vienen a pasar el rato en este mugre parque, y cuando le pedí plata a la pareja que estaba sentada aquí, estos “pirobitos” me miraron de arriba abajo llenos de susto, por eso sin más ni más, me dieron la caja que tenía la mujer en sus manos. ¿Sabe? Es tan fácil asustar, no sé por qué la gente se asusta de mi, no tienen idea de quién soy como para que reaccionen así.
- Sí, tiene razón.
- Por eso digo que me la encontré, yo no hice nada para que llegara a mí. Es algo raro que yo tenga algo así, pero así como llego a mí sin quererla, creo que debe ser eso que llaman destino, y espero que la cajita me traiga algo en mi destino. Tengo claro que al momento de acabar con la caja algo me espere.
- ¿Algo bueno?

No me contesto, se quedo callado. Abrió la cajita y se comió el último dulce que tenía, en una forma de demostrarme en mi cara que su buen destino había llegado.

Después de pasar lo que le quedaba de dulce en su boca, lo noté raro, se quedó callado, esperando que las cosas cambiaran, se le notó en la cara un halo de tristeza y melancolía de saber que después de haber esperado tanto por un cambio significativo en su vida, todo siguiera en lo mismo. Me miró fijamente como arrepintiéndose de haberme contado su esperanza más grande de las ultimas semanas.

- ¿Sabe qué, Patrón? Le regalo la cajita, ya no la quiero. –Me dijo levantándose de la banca.
- Pero ¿qué pasó? –extendí mi mano, y la recibí.
- Ya no la quiero ni ver, gracias por el tinto –dijo yéndose. Tomó camino por medio del parque y perdiéndose detrás de la esquina de una de las casas de alrededor.

Ya con más luz en el ambiente y con el movimiento constante de personas por todo lado resolví volver a casa; ya el sueño me perseguía. Tome rumbo hacia mi casa y pasé justamente por el mismo camino que mi compañero de banca tomó al retirase hacía una hora. Cuando llegué a la esquina de la casa en donde él había virado, me encontré con un arrume de gente al lado de un cuerpo y un carro ensangrentado, era él, con el que departí un rato y un “tintico”. Sí, ese hombre en medio de la calle, botado, fue mi compañero de madrugada y de banca, había sido atropellado hacía una hora y aún estaba allí esperándome a echarme en cara su destino.